jueves, 21 de enero de 2010

¿ POR QUÉ ?













El terror sacude de nuevo Haití

Un terremoto de 6,1 grados en la escala de Richter resquebraja la vuelta a la vida y afecta a las débiles estructuras ya dañadas por el temblor de la semana pasada

Varias personas caminan, ayer en Puerto Príncipe, junto a varias grietas que empeoraron tras el nuevo seísmo.

EFE MERCEDES GALLEGO. Puerto Príncipe

No hay piedad para Haití. La naturaleza se cebó ayer con inusitada crueldad sobre los que decidieron enfrentar sus fantasmas con la vuelta a casa, apremiados por la fina lluvia que roció su primer sueño. Apenas empezaba a alborear cuando la tierra traicionera rugió de nuevo con fuerza de 6,1 grados en la escala de Richter y sacudió las débiles estructuras ya dañadas por el temblor de la semana pasada. Afectó al oeste del país.



"Dios mío, ayúdame", pensó Orva Gale, una periodista del canal KNN que desde hace nueve días duerme en un parque con lo puesto. "Por favor, no quiero morirme aquí". Por eso aprieta en el bolsillo lo único que le queda, su pasaporte, con el que alimenta el sueño de escapar de Haití. Su padre vive en EE. UU., pero no tiene forma de localizarlo, las comunicaciones son erráticas para los periodistas con satélite, mucho más para quienes lo han perdido todo. Su jefe estaba en los estudios de televisión cuando se desplomó el edificio. "No sé si sigue vivo", dijo.



Evaluamos los daños a toda velocidad con uno de esos locos de la motocicleta que vuelan por las calles polvorientas con un pitido continuo para que todo el mundo se aparte de su camino. Era difícil decir si los tejados en el suelo, las puertas sin muros y los sonámbulos que intentan apartar bloques de cemento con sus manos desnudas estaban allí desde la semana pasada o eran flamantes desvalidos, pero los equipos de rescate no habían reportado ningún incidente nuevo.



Se habían caído casas ya dañadas, eso sí, en el lujoso barrio de Petion Ville, y se había escuchado el estruendo de edificios desplomados en Bourdon Pacot. Sonidos escalofriantes para quienes los tienen grabados con olor a muerto, el de esos cadáveres en estado de descomposición que empiezan a quemar en las esquinas para dejar sitio a los muertos frescos.



Como el de ese joven de pantalón corto y aspecto rastafari que esa noche se abrazaba el torso ensangrentado en las calles del puerto, petrificado, con los brazos retorcidos y los párpados entornados. Había escapado del infierno haitiano a cuchilladas no hacía mucho, aún parecía dormir. Era la primera parada de la patrulla nocturna que acompañamos para tomarle el pulso a la noche que rondan los espectros de unos 200.000 muertos estimados.



"No tienen dinero ni medios para enterrarlos, así que los dejan ahí para que alguien lo haga por ellos", explicaba el mayor Nazir Majeed, cuya patrulla de Sri Lanka navega la oscuridad de las fogatas que resplandecen en las calles de Carrefour, el segundo distrito más pobre de Puerto Príncipe. Entre las llamas arde la basura de los mercados que empapela las calles de frutas putrefactas y tal vez de algún que otro cadáver.



Detrás de la tenue vela de los quinqués de queroseno asoma la vida, a veces siniestra, que impregnaba así la capital del vudú antes de que la tierra sacudiera sus entrañas con furia. Las mujeres fríen pollo y bananos en una olla, los hombres se bañan en las aguas negras que corren por las calles a la luz de un coche ocasional, los gallos cantan a deshoras, trastornados, como todo en Haití.



La noche también tiene otros nuevos inquilinos, almas blancas que en condiciones normales no se aventurarían a la oscuridad, pero que estos días tienen miedo de los temblores sísmicos. No han perdido sus casas, pero los muros inclinados y las paredes en péndulo les asustan más que los alaridos ocasionales que ponen los vellos de punta. Se han acostado como de prestado en el asfalto, bien alineados para dejar un pasillo a las patrullas de los cascos azules que velan su sueño, protegidos por los cabecillas del barrio que se hinchan de poder en la crisis al convertirse en enlace de las organizaciones humanitarias.



Como Alexis Figueroa, que acude raudo cuando los flashes de una cámara despiertan a los durmientes, porque no le hace gracia que se inmortalice la miseria. "Nuestra situación duele", dice el haitiano de origen dominicano. Acepta pronto que esas fotos atraerán más ayuda, mientras debajo de las sábanas se sacuden el sueño para ofrecerse como traductores, conductores, intérpretes, lo que sea. "Agua, comida, trabajo", suplican.



La lluvia les rocía y algunos deciden que quizá es hora de vencer el miedo y dormir en casa. Otros, como Orilas Caryl, un profesor de inglés de Secundaria, prefiere "la ducha" que perecer sepultado en su propia casa. "Si hubiera estado dentro no lo cuento", reconoce. Y si los cielos deciden descargar, "que Dios nos enseñe el camino de la salvación", se encomienda. Gracias a su fe, cuando la tierra brama al amanecer solo tiene que preocuparse de la amenaza de los árboles y los muros que se mecen, pero no le falta calle para correr.

Cayucos

Como no le falta mar a los miles o mejor dicho, decenas de miles de pobres diablos que se han tirado al agua con una maleta en cayucos que llenan los cargueros de miserias humanas en busca de una tierra menos maldita. Dicen que van a Jeremie, otra provincia pobre, por 100 dólares el pasaje, pero todo el mundo sospecha que intentan llegar a las costas de Jamaica o Florida.



Llevan días hacinados en el puerto, alojados en los contenedores que flotan en aguas pestilentes, pero a su alrededor no faltan platos de arroz y pollo frito.

No son los americanos los que ponen orden en Haití, acaban de llegar. Es la vida y el instituto de supervivencia de quienes llevan 200 años desafiando penurias.

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